“Cada uno de los granos de esta
piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí
sólo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un
corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso” Albert Camus
Pelos míos por toda la casa. Decías que los juntabas en un
sobre. Cómo no me di cuenta, quién pudiera hacer algo así. La última vez que
dejé pelos míos en tu casa fue la última y redundante vez que rompiste mi
corazón.
¿Te acordás cuándo vimos un hombre muerto en la playa? Nunca
escribí sobre eso. Lo guardé como el presagio de aquella otra vez que rompiste
mi corazón. ¿Cuál había sido? ¿La segunda? ¿La primera?
Volvimos de la playa y terminaste. Qué importa en qué orden
ni porqué. Ya no me importa. Ese hombre que creíamos borracho, se había metido
un tiro. Y no con un 22, un 38. No. Una escopeta. Si va a ser el final, que sea
grande, colosal. Él tenía más sentido común, tuvo un solo y gran final. Se quedó
suspendido para siempre mirando el mar. Vos elegiste un final agónico. Uno,
dos, tres finales. Y el escopetazo final, con esa bala capaz de ir y volver e
impactar tantas veces.
¿Qué se le habrá pasado por la cabeza? ¿Estaba quebrado?
¿Solo? ¿Qué pensó su familia? ¿Tenía familia? ¿Por qué se escapó? Porqué no
dejó al Universo hacer… será qué hay corazones que no soportan esa bala ir y
venir. No supo manejar el absurdo de
vivir, diría Camus. Andá a saber. En definitiva, ese día vimos el suicidio a un
metro y medio.
Llegó temprano. Se sentó en la arena fría. Cerquita de esa
casa que hicimos nuestra el invierno anterior. Miró el infinito del mar y lo
volvió a pensar. Ya no había más destino para él que quedar suspendido en las
olas. ¿Sabés? Esta vez si te voy a ganar.
Y gatilló. No, no era vómito, era sangre. Qué bobos…jugábamos con la espuma del
mar mientras la muerte daba vueltas por la playa, llevándoselo lejos. Y sí, de
paso, nos llevó a nosotros. En cuotas y agónicamente. Nos subió a una ola fría
y brusca; me sumergió y llenó de pelos marrones, rubios, naranjas, tan indefinidos
siempre, las aguas del atlántico. Y nos soltamos la mano para siempre. Como un
barco pesado que ya no emerge a la superficie.
Después volviste de mil formas. Pero ya estabas muerto. Y yo
un poco también.
Porque nunca renazco si no muero antes, las veces que sean
necesarias.
En definitiva, estamos llenos de muertos tan vivos. El suicida
merecía ser contado, porque ya sabemos, lo que no se nombra no existe.
Estoy frente a un teclado, otra vez, naciendo después de
morir en tus ojos verdes. Pero hace rato vengo naciendo, nací en una copa de
vino que llegó a mi vida después de los 30, y en el placer de un disco que
Almodóvar pensó para mí, cuando escribía Hable
con ella. Se llama “viva la tristeza”, y no sabés cuántas alegrías me da. Volver
del reaggeaton de la mano de Amy Winehouse, y olvidar que era nuestra. Yo soy
nuestra. Todas mis yo me recorren revolviendo cada rincón de mi cuerpo que
ahora vuela con los pies.
Los sábados son domingos y los domingos serán viernes. My way, cantan desde abajo. Y el final
sube solo, y la batería se agita, y es grandioso saber que el pino sigue aquí
enfrente, y que la pantalla se sigue llenando de letritas negras que no llevan
a nada.
Es que el suicida merecía ser contado.
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